Homilía del Ministro general para la fiesta del perdón de Asís

Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol, … por hermana luna y las estrellas,
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento …
por la hermana agua, por el hermano fuego,
por nuestra hermana la madre tierra la cual nos sustenta y gobierna…
Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,
y soportan enfermedad y tribulación.

El 2020 será recordado como un año de gran enfermedad y tribulación para el mundo entero. Cada comunidad humana en este pequeño planeta Tierra fue golpeada de una manera u otra por la pandemia SARS-CoV-2. Actualmente, en el mundo han muerto más de 650 mil personas, de las cuales 35 mil en Italia. Más de 17 millones de personas han dado positivo al virus, incluso los científicos nos dicen que probablemente es sólo una pequeña parte del total de infectados. La vida social, cultural, económica y espiritual de las personas en todas partes – nuestras vidas – han sido profundamente perturbadas. Muchos experimentaron fuertes trastornos psicológicos que han llevado a algunos a perder la esperanza y a suicidarse. Más preocupante aun, no tenemos idea de cómo el virus evolucionará y esto nos crea una profunda incertidumbre en el futuro.

Estas consecuencias son demasiado reales para todos los que estamos hoy aquí, reunidos para celebrar la Fiesta del Perdón de Asís. Nos hemos cubierto la cara con el cubrebocas, cuidamos la distancia social entre nosotros, caminamos en el temor del enemigo invisible; este año constatamos también que en este espacio sacro se encuentran menos peregrinos de los que habitualmente vienen cada año para celebrar la fiesta del perdón de Asís; la anual Marcha franciscana que iba a festejar su cuadragésimo aniversario, fue pospuesta para otra ocasión.

El nuevo Coronavirus también ha abierto los ojos a muchas más personas – y espero que haya abierto los ojos de los aquí reunidos en oración – a las profundas heridas sociales y ecológicas que están presentes desde hace mucho tiempo, si no es en todas, en la mayoría de las sociedades. Estas heridas, símbolo de un grave pecado social e institucional, que en el pasado reciente han sido poco atrayentes entre los que forman parte de las clases mayoritarias o «privilegiadas». Este no es el caso entre los que se encuentran en las «minorías», que han vivido cotidianamente graves enfermedades sociales y tribulaciones durante la mayor parte de sus vidas. Esto se demostró claramente en el cruel homicidio de George Floyd, un hombre negro inocente de Minneapolis, Minnesota, en los Estados Unidos, detenido y estrangulado por la policía. A pesar de su grito de piedad, de oxígeno – ocho minutos y cuarenta y seis segundos – «No puedo respirar», ninguna misericordia fue mostrada por aquellos que se les ha confiado la tarea de proteger y salvar vidas humanas. La complicada situación de George Floyd, de su homicidio, no se limita solo a los Estados Unidos. Es la experiencia de tantas personas a lo largo del mundo entero – en Inglaterra, Francia, Italia, India, Sudáfrica, Brasil, solo por nombrar algunos lugares – sistemáticamente excluidas, reducidas a una vida de pobreza, que «no pueden respirar» a causa del color de piel, de la case social a la cual han sido asignados, a causa de sus convicciones religiosas o de su orientación sexual. La experiencia del sufrimiento y de la tribulación de las cuales habla San Francisco no es una experiencia vivida únicamente a nivel personal. La intuición espiritual de San Francisco, su grito de misericordia, perdón y reconciliación también tiene una dimensión social que, si se abraza y sigue, producirá en cada uno de nosotros una profunda conversión. Esta conversión dará frutos de vida autentica, justa y llena de alegría para nosotros, discípulos y misioneros con Cristo, con María y con San Francisco.

La nueva pandemia del Coronavirus nos está permitiendo examinar algo más profundo y preocupante, que produce un sufrimiento cada vez más fuerte para la mayoría de los habitantes del mundo. Me refiero a la profunda brecha socioeconómica que va en aumento. Aquellos que controlan la fuerza de la producción y de la distribución económica – las trasnacionales (Apple, Amazon, Facebook y Google) – se están enriqueciendo a un ritmo vertiginoso, aun en estos tiempos inciertos de la pandemia, mientras los pobres, los excluidos, las personas de color están empobreciéndose, marginados, llevados al límite de la supervivencia, también ellos a una velocidad alarmante. Son ellos quienes enfrentan los mayores riesgos y soportan las peores consecuencias de la pandemia porque no cuentan con nada, ni recursos de reserva, ni beneficios sociales significativos a los cuales recurrir. Al mismo tiempo, somos testigos del agravamiento de la crisis ambiental, la destrucción implacable del medio natural; las forestas tropicales, los océanos, los mares y los ríos; la atmósfera que proporciona oxígeno a nuestros pulmones; el derretimiento de los «Polos» y un alarmante aumento en el nivel del mar, que, a su vez, está obligando principalmente a los pobres a abandonar sus hogares y convertirse en «refugiados ambientales». Todas estas desigualdades sociales destructivas y los abusos de la naturaleza crean condiciones favorables en las que agentes patógenos mortales, previamente mantenidos a raya en entornos naturales protegidos, puedan rápidamente pasar del reino animal a la comunidad humana, trayendo peligro y sufrimiento imprevistos. La pandemia SARS-Co V-2 nos ha permitido, quizás por primera vez en nuestras vidas, reconocer la naturaleza profundamente interconectada de todos los seres vivientes y la necesidad para nosotros de arrepentirnos y cambiar nuestras vidas.

Hermanos y hermanas, la llamada al arrepentimiento, a la conversión, a abrir nuestras mentes, nuestros corazones y vidas a una nueva forma de vivir juntos en este planeta es más urgente ahora que en cualquier otro momento de la historia humana. La conversión requiere que escuchemos «tanto el grito de la tierra como el grito de los pobres». (cf. Papa Francisco, Laudato Si’, par. 49). ¿Acaso no era esto lo que buscaba Francisco de Asís cuando oraba que todas las personas, y yo agregaría, todo el universo, pudiesen ser admitidos en el paraíso, hacer experiencia de aquello que San Mateo llama un «forma de vida beatífica» (Mt 5,1-11) definido por vivir en relación justa entre sí y con toda la creación?

Hoy llegamos en este lugar sagrado de la Porciúncula, un lugar de oración, encuentro, perdón, misericordia y amor. Dios nos ha traído aquí para que podamos entrar plenamente en el drama divino del acto redentor de Jesús que reconcilia y libera del pecado. El poder reconciliador de la cruz nos invita a buscar la vida de regreso hacia Dios, hacia el otro, hacia nosotros mismos, y hacia la creación. Venimos como hermanos y hermanas, llevando en nuestros corazones, en nuestras mentes y en nuestros cuerpos cada criatura viviente, de tal modo que todos puedan participar al poder liberador del amor reconciliador de Dios. Como nos dice San Pablo «Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo». (Rm 8,22-23). El acto mismo de esta adopción, este proceso redentor, no es otra cosa que la plena reconciliación de todas las cosas en Cristo Jesús, alcanzada por la muerte de Jesús en la cruz (Col 1,20). Es aquí donde convergen el testimonio de San Pablo y el de San Francisco, ofreciéndonos un nuevo camino para experimentar la gracia y sus consecuencias de una vida reconciliada.

En su Cántico a las criaturas, Francisco nos indica el camino para alcanzar una vida de Bienaventuranzas, del «Paraíso» redescubierto. En el Cántico Francisco celebra la presencia amorosa de Dios en toda la creación. Busca en la naturaleza una guía sobre la cual debemos modelar nuestras relaciones con Dios, unos con otros, y con el mundo natural. Reconoce en la creación – Hermano Sol, Hermana Luna y todos los demás elementos – nuestro llamado a vivir en total dependencia con el Creador. Él nos invita a abrir nuestras vidas a una comprensión de nuestra autentica identidad como miembros de una «fraternidad cósmica» en la cual todas las criaturas comparten la misma dignidad y vocación dada por Dios desde el momento de la creación (cfr. C. Vaiani, Storia e teologia dell’esperienza spirituale di Francesco di Assisi, Milano, 2013, p. 378). Esta fraternidad única, esta casa común ha sido creada por Dios con la vocación de amar, servir y honrar al Creador, amándose, sirviendo y honrándose entre sí. Los seres humanos y el mundo de las criaturas tienen como vocación el deber de apoyarse y completarse unos a otros, no de competir y destruirse mutuamente. Somos corresponsables unos con otros, especialmente de los pobres y los excluidos. Somos corresponsables de la vida del medio ambiente natural, mostrando gratitud y respetando los límites propios de la naturaleza, no empujando al planeta al borde del desastre ecológico.

«¡Vengan a mí, los que me desean, y sáciense de mis productos! Porque mi recuerdo es más dulce que la miel y mi herencia, más dulce que un panal». (Si 24, 19-20). Estas palabras de consolación nos ofrecen la esperanza que Dios será por siempre misericordioso, siempre nos acogerá de nuevo, no importa cuánto desviemos nuestras vidas, no importa cuánto nuestra comunidad humana se haya alejado de la práctica del amor, del cuidado, de la justicia y de la misericordia para cada ser humano y para el mundo natural, nuestra casa común.

Hermanos y hermanas, Dios nos llama a través de esta grande celebración del perdón de Asís a abandonar todo aquello que lleva a la muerte, todo lo que nos roba la misericordia, el perdón, la paz y la alegría de Dios. Estamos invitados a vivir como hijos amados de un Dios amoroso, destinados a la libertad, destinados al amor, destinados a Dios. No hay espacio para el miedo, no hay espacio para la exclusión, no hay espacio para la apatía o la pasividad. En el paraíso de Dios, todos son bienvenidos, todos son perdonados y todos son amados. Que María, Madre de Jesús, nos abrace y consuele mientras juntos renovamos nuestro compromiso de vivir en amistad autentica con Dios, entre cada uno de nosotros y con la madre Tierra, nuestra casa común.

Fuente: www.ofm.org