
Francisco de Asís vivió en un tiempo caracterizado por la peste y los apestados. Incluso fueron ellos, los leprosos, quienes lo condujeron a Dios y desencadenaron en él un largo proceso de conversión. Él, seguramente había visto y encontrado muchas veces a los marginados de la sociedad medieval y con ellos, probablemente, habría realizado actos de piedad y compasión, pero lo más sorprendente para él fue cuando comenzó a hacer misericordia con ellos, vivió un largo proceso de identificación solidaria con la suerte de ellos y también de la creación. Su experiencia nos puede ayudar hoy a vivir este tiempo presente: el sufrimiento del mundo provocado por la pandemia del COVID-19. El hermano Francisco partió desde la fragilidad porque quería cambiar el corazón; así lo expresa:
El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los leprosos. 2Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos. 3Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí del siglo (Test 1-3).
Cuando Francisco dejó las alturas de Asís para entrar en el mundo de los leprosos y compartir la condición de ellos, participando de la marginalidad, transformándose también él en leproso (en sentido metafórico) pudo hacer nacer esos sentimientos de humildad y paciencia que identifican la verdadera misericordia y la ternura del corazón. Creo que esta puede ser una actitud válida para estos días: acoger y vivir la realidad desde las claves de la compasión y de la misericordia. Queremos ser menores y por esto partimos con la sabiduría y la humildad de la minoridad. La minoridad nos evita caer en la fantasía heroica de querer cambiar el mundo y a los demás. En estos días hemos escuchado todo tipo de diagnósticos, ideas, soluciones, etc. Un Hermano Menor se caracteriza por mirar la realidad con simplicidad, lo cual no significa superficialidad, sino que es un acto de profundidad porque el menor es un contemplativo. No busquemos entretener o alienar a los demás con propuestas o lecturas superficiales; la belleza de nuestra vocación es ayudar a descubrir a Dios porque Él está siempre presente. Esta reflexión está basada en el movimiento de los siguientes verbos: mirar, comenzar, permanecer, conducir y hacer. Son los verbos que permitieron a Francisco convertirse en el “hermano Francisco”.
Mirar
Me concedió a mí, el hermano Francisco
Francisco, al final de sus días, hizo una mirada retrospectiva de su historia, la miró desde el prisma del amor bondadoso de Dios; esto le permitió acoger el plan de Dios en su vida. Él mismo explica en un momento que existen dos perspectivas para mirar la realidad: el ojo bueno y el ojo malo. La envidia que nace del ojo malo es la incapacidad de ver, que surge de la apropiación y el poder; por el contrario, la desapropiación y la gratitud generan la bondad. Tenemos muchas posibilidades de ver y diagnosticar la realidad, pero seguro que la opción por la minoridad nos exigirá, como una consecuencia lógica, la bondad, la única mirada que nos puede ayudar a no perdernos el detalle del movimiento de la vida y de la belleza colateral del momento presente.
No podemos alimentar la voz de los profetas de desesperanza que hablan de un aniquilamiento del mundo: “el ángel de la muerte”, “el hombre destructor de todo lo que existe”, “es el tiempo de trascender a otro sitio”, etc. Por otra parte, se ha despertado en nosotros un gran anhelo: visitarnos, tocarnos, abrazarnos, etc. Una sed insostenible de relación. Ojalá esto sea una realidad porque la mayor parte del tiempo no teníamos el verdadero deseo de hacerlo; incluso, el celular había reemplazado los abrazos, las visitas, la comunicación verbal, etc. Existe una gran paradoja: necesito del otro, pero al mismo tiempo el otro es una posibilidad de contagio. Quizás es verdad que somos una posibilidad de relación, lo que exige confiar y aceptar al otro, somos un punto de partida para crear algo nuevo, asumiendo las consecuencias; así como el Hijo de Dios, que no tuvo miedo y resistencia al contagio de los hombres. Habíamos experimentado una identificación ilegítima, pues pensábamos que el mundo era nuestro, que nos pertenecía y nos sentíamos los patrones del mundo, pero hemos caído en la cuenta de que el mundo no es de nuestra propiedad; que estamos aquí con otros y también para otros. Quizás aquí tenga algo que decir una de las características más propias de la espiritualidad franciscana: La “desapropiación”, que conlleva la opción por la pobreza y culmina en la restitución de todos lo bienes al Creador. ¿Qué mundo podremos presentar y restituir al Dios bueno?
Francisco ve y percibe a Dios desde su realidad y, al mismo tiempo, contempla su vida desde la misericordia de Dios. Así alcanzó a elaborar una imagen de Dios a partir de lo que Dios había hecho con él y no de lo que le habían contado sobre Dios: Dios es don, es regalo y es revelación; en definitiva, Él es amor, cuyo modo de actuar, es la misericordia. Mirar la vida desde las categorías del don y de la gracia, aún y sobre todo en tiempos de pandemia es lo característico de un Hermano Menor. Mirar la vida, el momento presente desde Dios, es lo único que nos salva del fatalismo, de la frustración y del miedo. Así evitaremos caer en el círculo que puede crear una mirada egoísta en estos días: mentiras que buscan culpables, intereses económicos que luchan por la justificación del sistema, la discriminación a causa de la edad, el género, la nacionalidad, la raza y las luchas, muchas veces egoísta, de las así llamadas “grandes potencias mundiales”. No podemos afirmar que esto es lo que necesitábamos para mejorar el mundo, lo que no quita que aprendamos del “ahora”. Tampoco podríamos decir que esto es lo que Dios quiere, porque sabemos que no todo es voluntad de Dios, pero sí podemos afirmar que Él está aquí. No es fácil coger o re-coger los anteojos del don y de la gracia (misericordia) para ob-servar la vida y el mundo, pero no debemos olvidar que la mirada de misericordia es como un diamante: tiene diferentes ángulos, por esto ningún aspecto queda fuera. Esto conlleva aprender a racionalizar menos y a contemplar más, quizás, mucho más: ¡Qué Dios nos conceda aprender a contemplar!
Comenzar
El comenzar a hacer penitencia
Francisco comprendió que el “hacer penitencia” significaba cambiar de vida, es decir, salir de sí mismo, de la amargura de querer transformarse en el centro del universo. La realidad personal y mundial no la podemos negar o disfrazar, pero sí podemos elegir cómo vivir aquí y ahora: mirar la realidad desde mis propios intereses, tendencias políticas, ideologías, religión, etc., o desde una perspectiva más universal, holística y fraterna. Al final, nos encontramos todos expuestos y nuestras divisiones solo crean resistencias y anulan las soluciones fraternas. No somos dueños de la vida, somos cuidadores y cultivadores de la vida, estamos al servicio de ella y de todo gesto que la anime, inspire y sostenga, porque podemos gustar en plenitud solo aquello que cuidamos y cultivamos.
La realidad hoy se impone y no la podemos negar o disfrazar. Está aquí y estamos en medio de una pandemia. Este es el punto de partida y la ocasión que tenemos para salir de nosotros mismos; sin embargo, lo primero que hay que hacer es dejarnos pro-vocar o tocar por la realidad. Esto requiere atención y donación, porque la posibilidad que tenemos es de salir de nosotros mismos y de ser auténticamente humanos, convertirnos y arrepentirnos, se da aquí y ahora; lo demás queda para mañana y, por ende, quizás nunca se concretizará. Este tiempo nos ha hecho entender que podemos distinguir entre lo superfluo y lo necesario, y entre lo importante y lo urgente; no solo en las cosas prácticas, sino también en las relaciones humanas, en el interior de cada uno, en la relación con Dios, etc. Así nos queda la pregunta: ¿Qué es lo verdaderamente necesario e importante en mi vida? La respuesta después del COVID-19 tendrá un sabor distinto, quizás más humilde, fraterno, misericordioso, etc.
Antes del salir del círculo estrecho de nuestro espacio (casa), necesitamos salir de nuestro micromundo alimentado por el egoísmo y el individualismo. Hoy en día necesitamos aprender a relacionarnos o, más bien, a ejercitar un mínimo de adaptación en un mundo que lo hemos hecho hostil para muchos y para varios aspectos de nuestra vida; por eso se nos exige escuchar, percibir, acoger y elaborar. Estamos viendo y experimentando a cada momento del día la imagen de una sociedad que se quiebra, un mundo inseguro, que antes lo habíamos escondido o maquillado; hoy no hay distracciones, se han cerrado los centros comerciales, bares, cines, restaurantes, etc. La realidad surge desde una perspectiva de reclusión y distanciamiento. Se nos ha recomendado y exigido “estar en casa”, pero no “encerrarnos e instalarnos en casa” porque esta segunda opción potenciará el esquema del micromundo que vive de la sobrexplotación de los frutos de un mundo que es de todos y de la incapacidad de ver la vida como un don y una revelación; estas últimas dos acciones generan la justicia y la horizontalidad. Ojalá que la relación y la reconciliación con nuestra propia casa nos enseñe a cuidar y respetar la Casa común: ¡Qué Dios nos conceda comenzar!
Permanecer
Como estaba en pecados, me era muy amargo ver a los leprosos
Los leprosos, para Francisco, constituían una realidad diferente, la más trágica y desesperada, completamente opuesta a las pretensiones que él tenía como joven; desde esta perspectiva se entiende la imposibilidad que tenía para verlos y relacionarse con ellos. Muchas veces vemos la dificultad y la diferencia como una realidad tan opuesta que se trasforma no solo en contraria, sino en enemiga (hostil). Sin embargo, cuando todo se derrumba y debemos comenzar a reconstruir desde abajo, descubrimos que la realidad es mucho más amplia de lo que creíamos y que la vida se fundamenta en categorías basadas en valores que transcienden y dan sentido. Estos días de pandemia nos han hecho tocar descarnadamente nuestras contradicciones personales y las del mundo: Queríamos más tiempo en casa, pero ahora queremos salir de casa; queríamos estar más tiempo con los nuestros (seres queridos), pero ahora ya estamos saturados de ellos, incluso nos sofocan; queríamos más tiempo para nosotros, pero ahora no sabemos qué hacer con el tiempo; queríamos menos trabajo, pero ahora que nos hemos llevado el trabajo a casa estamos igual o más estresados que en el sitio donde trabajábamos y, más aún, con el miedo de perder mucho o perderlo todo… La contradicción en la vida puede ser amiga o enemiga; sin embargo, lo importante es acoger y descubrir su verdadero sentido. Francisco, solo después que vivió con los leprosos, los pudo llamar hermanos.
Negar la realidad produce amargura y, a veces, largas y frustrantes luchas. Porque lo que negamos, en muchas ocasiones, representa concreta y simbólicamente la realización de una vida egocéntrica y, por lo cual, contraria a una existencia libre y donada a los demás. La situación actual, que entró sin llamar o pedir permiso en nuestra vida y en la sociedad, proyecta una realidad completamente contraria a lo que creíamos estar construyendo y esto nos produce amargura. Estamos dándonos cuenta de que no somos tan poderosos, intocables, independientes y que, en definitiva, la vida no nos pertenece: es un don y una revelación. Caímos en la cuenta de que la apariencia había podido más que la autenticidad y que en el mundo hay más pobres y abandonados de lo que habíamos pensado y muy cerca de nosotros. Quizás una de las tareas que tenemos al recomenzar es reinventar estilos de vida que respeten el espacio y la hermosura de cada ser vivo y de la madre tierra; seremos pioneros de un mundo inédito. Esta es la ocasión para sanar nuestra relación con nosotros mismos, con los demás, con Dios y con la creación.
Francisco, cuando se fue a “estar entre” los leprosos, no lo hizo con el plan de cambiarlos o cambiar la sociedad de su tiempo: fue porque él necesitaba cambiar y para eso necesitaba permanecer, estar ahí, conocerlos, compartir y compadecerse. Nadie de nosotros eligió esta realidad, la pandemia no pidió permiso para entrar e instalarse, está aquí y ya. No podemos evitar o solucionar por nuestras propias fuerzas lo que está pasando, tampoco escondernos o huir, porque hoy casi ningún lugar del planeta tierra es seguro. Se nos obligó y lo aceptamos, con más o menos agrado quedarnos en casa, es el así denominado “gran confinamiento”. Se nos ha obligado a permanecer en un sitio, pero lo más interesante es que estamos obligados a permanecer aquí, en esta realidad, así tal cual como es. Somos empujados a comenzar una relación nueva con la realidad de mi vida, de mi espíritu, de los demás, de la tierra, etc. Nos encontramos en un punto de partida y es propio de esta connotación existencial donde puede surgir la necesidad y la búsqueda de una liberación. La amargura existencial que nace del hecho de encerrarse en sí mismo, representa la verdadera y quizás la única posibilidad para abrirse a una novedad de vida, es decir, a un disponibilidad y capacidad de efectuar nuevas opciones, mediante las cuales se puede intentar reconquistar o ganar la dulzura a la cual el hombre, por diseño natural, aspira y que se realiza en la autodonación: ¡Qué Dios nos conceda permanecer!
Conducir
El Señor me condujo
El movimiento que aconteció en Francisco fue propiamente el cambio de su existencia: aquel centro en torno al cual todo el resto gira no será más él mismo, sino que será colocado fuera de sí, hacia el otro; es la nueva lógica descubierta en el encuentro con los leprosos. Así lo señala la leyenda de los Tres Compañeros 8: “desde aquella hora dejó de adorarse a sí mismo”. Esto fue una verdadera sorpresa. En este momento, como todos los grandes momentos de la historia, es la vida que nos empuja, nos cuestiona y desafía: ella nos conduce, porque es animada por el Espíritu de Dios. Al lado de la acción de Dios está un yo consciente y libre que confirma y se adhiere al movimiento paradojal de la gracia divina. La libre e imprevisible iniciativa de Dios necesita una libre y generosa adhesión de la persona. Ante la sorpresa de este momento actual podemos optar entre: la evasión o la permanencia; la fraternidad o el individualismo; la misericordia o la indiferencia. En este tiempo no podemos hacer grandes opciones o encontrar soluciones inmediatas, como en todo momento de crisis, nos debemos dejar conducir. Lo importantes será quién nos conducirá, a qué voz obedeceremos, qué luz dejaremos que nos ilumine.
Francisco, conducido hacia los leprosos, una vez que está ahí comienza a hacer misericordia con ellos, es decir, no interrumpió el motivo del acercamiento, sino que transformó la sorpresa del encuentro en opción de misericordia, en un don hacia aquellos excluidos porque vio y experimentó que la mano de Dios crea y nunca destruye. Hemos escuchado diferentes eslóganes en estos días, como, por ejemplo: “Ya llegará el día en que saldremos a la calle y podremos abrazarnos todos”; sin embargo, parece que ahora esta expresión no es tan real, pues todos tenemos miedo unos de otros, nos seguiremos mirando con prejuicios, temores, descalificaciones, resistencias, etc. Es urgente dejar de decir frases románticas, porque seguramente la realidad será otra, y la frustración será aún más grande. Estamos llamados a algo más serio: comenzar a reconstruir un mundo más fraterno. Cuando el coronavirus se vaya, comenzaremos a salir lentamente de nuestras casas, dándonos la mano, disfrutaremos cada paso y cada encuentro, ojalá comencemos a ver con ojos buenos nuestra pequeña casa, en la cual estuvimos confinados, y así seguramente aprenderemos a respetar la Casa de todos. Esta podría ser la conclusión más eficaz de la pandemia, que solo será posible si me siento y me ubico ante los demás como un hermano: ¡Qué Dios nos conceda dejarnos conducir!
Hacer
E hice misericordia con ellos
Es propio de Dios usar misericordia; en esta acción se manifiesta toda su omnipotencia. La misericordia de Dios no es abstracta, sino un acto concreto, a través del cual Él revela su amor: un amor visceral que proviene de lo más íntimo; sentimiento profundo, natural, hecho de ternura, indulgencia y perdón. Francisco fue conducido hacia una experiencia de misericordia y es ahí donde aconteció el gran milagro: comenzó a olvidarse de sí mismo y a abrirse y donarse a los otros. La solidaridad sin compasión es un acto altruista y digno de imitar, pero a un Hermano Menor se le pide algo más: la solidaridad es fruto de la compasión y de la misericordia. Esto significa despojarse para poder entrar en la suerte de los que sufren y aplicar en ellos una serie de sentimientos que se sintetizan en la expresión “hacer misericordia”: piedad, com-pasión, paciencia, ternura, humildad, con-miseración, con-dolencia, solidaridad, etc.
Estamos confinados en casa: “Quédate en casa”. Esta expresión habla de pertenencia, justicia y derecho; sin embargo ¿qué sucede con los que no tienen casa? Ellos están obligados a hacer una cuarentena a la intemperie, donde no hay ninguna seguridad, porque la intemperie significa inseguridad. Por otro lado, ¿qué sucede con los que están hacinados en casa, 4 o 5 personas en el mismo sitio todos y durante todos los días? ¿Qué sucede con los que están absolutamente solos en estos días sin internet, teléfono, personas, etc…? ¿Quién les dará la mascarilla?, ¿a quién podrán llamar “en caso de…”?, ¿quién los irá a recoger?… Estas interrogantes nos lanzan hacia la compasión y, a la vez, originan la disposición de compadecerse de las miserias físicas o morales de los otros. Se suele decir que en el huracán es cuando el hombre saca lo mejor o lo peor de sí mismo. Seguimos con los criterios de producción y eficiencia: conectamos a los respiradores a los más jóvenes, dejamos nuevamente en la lista de espera a los menos productivos… ¿Qué sucede con el temor de los pequeños (niños), de los ancianos, de los enfermos crónicos, etc…? La inseguridad crea el temor, el miedo y el pánico. El mundo no será el mismo, es verdad, y por muchos motivos, pero uno de ellos es porque hay mucha gente que en estos días murió por el virus o sus consecuencias: ¿Quién sepultó a los muertos?, ¿cómo los cremaron?, ¿quién consoló a los familiares?… Mucha gente ha sido víctima de la pandemia.
Toda situación, persona y tiempo, sea bueno o positivo, agradable o desagradable, se puede transformar en un espacio de compasión y misericordia. Tenemos la libertad de decidir y hacer algo por nosotros mismos y por los demás. La novedad de la vida es sorpresa y ella nos sorprende, pero cuando descubrimos en ella la acción de Dios entonces la historia de Dios con el hombre se transforma en una verdadera historia de salvación o también se podría decir una verdadera historia de misericordia. Esta pandemia es un espacio de encuentro con nuestra propia fragilidad y con la fragilidad del mundo, es el espacio ideal para comenzar a hacer misericordia. Dios, aquí y ahora, sigue escribiendo la historia de la compasión y la reconciliación. Por esto podríamos preguntarnos sobre otro de los eslóganes de estos días: “Todo va a ir bien”: ¿Es una frase que quiere alimentar la fe en un Dios absolutamente presente o, más bien, que alimenta la fantasía en un Dios absolutamente ausente de la realidad? En medio de esta pandemia, Él está activamente presente y nos está sosteniendo, moviendo, provocando y consolando: ¡Qué Dios nos conceda hacer misericordia!
Bernardo Molina OFMCap
Pontificia Universidad Antonianum-Roma