Expansionando el amor: El Hogar universitario Fr. Luis Orellana

Gracias a la residencia de estudiantes que mantiene la Orden Franciscana en el centro de la capital, decenas de jóvenes, de distintas regiones del país, han podido salir de las casas de sus familias para estudiar en Santiago, en un espacio que los acoge como un verdadero hogar, en un ambiente de comunión, colaboración y fraternidad.

Cae la noche en Santiago. Son pasadas las ocho y el frío se apodera de sus calles. La jornada laboral y académica culmina y el Hogar Universitario “Fray Luis Orellana” de calle Maule, comienza a recibir a los 15 estudiantes que ahí residen.

Es un día especial. Todos los martes se juntan en uno de los salones del recinto en un encuentro de casa. Conversan sobre cómo estuvo su semana, cómo va la carga académica y se organizan para las tareas propias de la residencia. Hoy además “celebraremos los cumpleaños del semestre” me cuenta su directora, Claudia Tzanis, al recibirme.

Camino por las instalaciones de lo que años atrás fue un convento de religiosos franciscanos y siento el “calor de hogar”. El horno y las estufas están encendidas, pero más allá del calor que emanan, se percibe un ambiente familiar y fraterno.

Cien años de historia

En 1909 la gran manzana de calles Carmen, Santiago Concha, Pedro Lagos y Maule, había sido donada a la Orden Tercera del Convento Máximo de Nuestra Señora del Socorro de San Francisco. Su primer rector fue el Padre Luis Orellana, quien llevó adelante las primeras instituciones piadosas del lugar y fundó la Casa de Formación Franciscana.

Durante años el espacio recibió a religiosos jóvenes, que tras pasar el proceso de postulantado, cursaban sus primeros años de teología. Pero a casi un siglo de su levantamiento, la baja en las vocaciones religiosas estimuló un replanteamiento sobre el uso del lugar y en marzo de 2009 abrió sus puertas el nuevo Hogar Universitario, dirigido a hombres jóvenes, estudiantes de educación superior, provenientes de distintas regiones del país.

“Los hermanos franciscanos decidieron orientarse a la vida juvenil, pero desde la gratuidad. No se pensó en crear una especie de semillero vocacional, sino que más bien generar una obra de carácter social”, explica Claudia quien dirige la administración del Hogar desde noviembre de 2009, y que ha visto pasar a decenas de jóvenes que llegan a la capital con una mochila de sueños.

Así partió la historia de Antonio Hidalgo. Tiene 25 años y ya lleva siete en la casa. Llegó desde La Serena para estudiar Bioquímica y hoy cursa su segundo año de magíster. Es el estudiante más antiguo de la morada y no imaginó que su permanencia sería tan extensa. “Encuentro muy bueno que los franciscanos hayan utilizado esta casa para un proyecto con jóvenes, porque si bien no buscan nuevas vocaciones a través de esto, están apoyando a la gente de escasos recursos, y ese es el enfoque que tienen”, comenta.

Agrega que “el pago acá es bastante bajo en relación con otros lugares, y por eso uno mismo tienen que contribuir a esta acción social con su propio compromiso para mantener la casa. Es una vida en la que hay que apoyarse entre todos, como un trabajo en cadena. Si aquí alguien no hace su tarea nos perjudicamos todos, por eso debemos apoyarnos”.

Vivir en la residencia tiene un costo de 125 mil pesos por alumno, siendo así la casa de estudiantes más económica de todo el país. Ello incluye una habitación individual, todas las comidas y el uso de todas sus instalaciones. “Todos son chiquillos de alta vulnerabilidad. Todos son de regiones porque ese es uno de los requisitos para estar acá”, señala Claudia.

Gracias a convenios que han realizado con algunas instituciones de educación superior, algunas de las estadías de los estudiantes son financiadas con becas propias de sus establecimientos. Es el caso de Joaquín Peña. Oriundo de Chillán, es el menor de cinco hermanos y cursa segundo año de Ingeniería Civil en la Universidad Católica.

“La Universidad me becó y yo no pago nada. Para uno que viene de un estrato social relativamente bajo eso ayuda, porque a mi papá se le hace difícil”, dice. Añade que en la residencia se siente cómodo y que su experiencia ha sido “enriquecedora y satisfactoria, porque todos somos de regiones, pero nunca estamos solos, siempre hay compañía. En Santiago todo es muy distinto y cuesta independizarse de una manera tan brusca. Yo me siento muy cómodo porque vivimos en comunidad, hacemos algunos amigos y convivimos como familia”, cuenta.

El apoyo en la casa es integral. Hace seis meses se incorporó a la subdirección Gonzalo Viches, asistente social de profesión, cuyo rol es ayudar a los estudiantes que puedan presentar problemas económicos, a través de la gestión de becas en sus casas de estudio, además de generar vínculos con el medio externo y generar instancias para que los jóvenes se inserten en el barrio.

En cada familia importantes son los roles y en esta residencia no es diferente. Para algunos Claudia es como la mamá: la que los cuida, escucha y orienta. La que los lleva a urgencia si alguno se ha enfermado y la que vela porque las reglas se cumplan.

La señora María Aros, por su parte, cumple el papel de abuela. Es parte del Hogar de estudiantes desde su fundación y la encargada de las comidas. Cuenta que cocina de lunes a viernes y que los días sábado acompaña a los jóvenes a la feria. Los lunes sagradamente hace legumbres, porque debe procurar que la alimentación sea sana y equilibrada.

“He aprendido a vivir con los jóvenes y ellos han aprendido a vivir conmigo. Me contagio día a día de su energía; ellos me dan vida y posiblemente algo de mí les entrego a ellos. Me siento como la abuela. Con algunos hay relaciones más afectivas, pero a todos los quiero por igual. Esto lo vivo mucho más que como un trabajo, considero que esta es una misión que Dios me dio y que tengo que cumplir lo mejor posible. No soy una persona de abrazos o cariño, pero todo mi amor lo pongo en la comida, para que esté bien hecha y les alimente. Mientras mi cabeza esté buena y tenga ánimo, voy a seguir acá”, relata.

Su relación con la familia franciscana es de toda la vida. En 1982 llegó a trabajar a la casa cuando era habitada por frailes. A sus 82 años, dice que una de las cosas que aprendió de los hermanos fue la importancia de la escucha. “Con un fraile aprendí a escuchar y creo que eso es lo más importante. Eso lo aplico en mi vida y en la convivencia con los jóvenes”, dice.

Pese a que el hogar no es administrado presencialmente por los hermanos franciscanos, la vinculación con la fraternidad y su carisma es directa y concreta. Una vez al mes un religioso visita el hogar para hablar con los estudiantes sobre algún tema de su interés, en una instancia de reflexión valórica. “A los jóvenes les resuena y les hace eco muchos de los valores franciscanos. La convivencia, la solidaridad, la justicia, la ecología son temas que les interesan. Algunos llegan con gran impronta y acá nos damos cuenta de que todos son hermanos. Aprenden a convivir, a respetarse. Se ha logrado transmitir el ser familia, independiente de que piensen de manera completamente diferente, porque tienen derecho a hacerlo y eso lo vivimos como un valor en la casa. Lo único que debemos tener es el mismo espíritu”, comenta Claudia.

La reunión de casa está a punto de terminar. Ya conversaron sobre sus responsabilidades y hasta se organizaron para participar de una colecta solidaria que se realizará durante las semanas venideras. Ya soplaron las velas y compartieron una torta. La jornada culmina y cada uno debe dirigirse a su habitación. Para algunos es el momento de dormir y para otros es tiempo de estudio. El objetivo es claro: ocuparse de cumplir sueños y convertirse en profesionales.

Andrea Ruz, periodista