EL CAMINO DE LA PANDEMIA

No podemos transformarnos en asintomáticos sociales, quienes no respetan las medidas de prevención sanitarias, ni tampoco en asintomáticos vitales incapaces de conmovernos y sentir con el otro.

Fr. Gonzalo Collipal Osses, ofm

Un nuevo componente se ha instalado en nuestros no tan tranquilos días (sigue en la retina el movimiento social inaugurado en octubre del año pasado), pero esta vez a nivel mundial. Desde diciembre recién pasado y desde la lejana China, el “corona virus” ha hecho un avance progresivo y exponencial, llegando incluso a lugares remotos de nuestro lejano país.

Confiando en que todo tiempo es propicio y Dios nos responde (cf. 2Cor 6,2), me permito proponer una lectura de fe de nuestro camino de cuarentena a la luz de otro camino ya recorrido por seguidores de Jesús. El conocido texto de San Lucas: “Los discípulos de Emaús” (Lc 24,13-35), puede ser de gran utilidad para este propósito: la historia cuenta de dos discípulos que por el camino hablaban sobre lo que había ocurrido, y mientras conversaban y discutían se les acercó Jesús y caminó a su lado (vv. 14-15).

Estas líneas intentan aportar un elemento bíblico para la reflexión de estos días, rescatando elementos esenciales en la teología de San Lucas. En el texto seleccionado, el autor sagrado nos indica que “el primer día de la semana” (24,1), tanto las mujeres (23,55.24,10) como los discípulos, representados en la persona de Pedro (24,12.24), tienen la experiencia del sepulcro vacío. Aquel mismo día (el primero) dos discípulos se ponen en camino contrario a Jerusalén. El sepulcro vacío es para ellos sinónimo de término, de que todo acabó en una derrota; no de transformación. De este texto tomaremos dos aspectos que vienen a iluminar nuestra reflexión: el camino y la fe como visión.

El camino

El lugar donde se desenvuelve la historia de los discípulos es el camino, tema tan querido por Lucas y que está presente en otras partes de su evangelio, en especial en la sección que conocemos como la subida hacia Jerusalén (9,51-19,27), cuando Jesús se dispuso firmemente (literalmente: endureció/puso firme el rostro) para ir hasta Jerusalén. En esta sección, el Evangelista dedica buena parte de su obra a enseñarnos el camino que recorre Jesús y que al mismo tiempo utiliza para insertar una serie de enseñanzas para quien quiera seguir sus pasos.

De este modo, la vida de Jesús constituye un camino a seguir, una senda por donde transitar para ir hasta el Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo las huellas del Maestro, deberá llegar hasta Jerusalén, donde se lleva a plenitud el querer del Padre. Los discípulos de Emaús recorren el camino en sentido contrario pues han abandonado el camino del Maestro: se alejan del lugar donde la voluntad del Padre ha llegado a su cumplimiento. Al parecer, la voluntad de Dios y la personal no se han encontrado; las expectativas de los discípulos (v. 21) no se han cumplido, motivo suficiente para abandonar la comunidad original que aún permanece reunida en Jerusalén (v. 33).

El camino de los discípulos parece ir en contrasentido. Lo recorren con desesperanza (v. 21) e incredulidad (vv. 23.34). El relato nos transmite, entre otras cosas, la perplejidad con que los discípulos avanzan, caminando casi por inercia, intentando buscar respuestas a su colección de interrogantes, buscando el elemento que permita hacer calzar la historia y darle una explicación.

La fe como visión

Nuestro texto nos remite a un segundo aspecto fundamental de la teología Lucana. Se trata de la “fe como visión”[1], tema que recorre varios pasajes del evangelio lucano (9,45; 18,34; 23,8) y que se hace patente en el episodio de los discípulos de Emaús (vv. 23-24.31.32.35).

En el momento en que el Resucitado se acerca a ellos, los ojos de los discípulos estaban incapacitados (ἐκρατοῦντο) para reconocerlo (v. 16, literalmente: inmovilizados). Sus ojos han sido incapaces de contemplar el verdadero sentido de la entrega total de su Maestro en Jerusalén e interpretan los hechos a la luz de la tumba vacía. Con esa experiencia transitan por el camino de Emaús, un recorrido sin la experiencia de la resurrección.

Su ceguera espiritual constata que no basta con conocer la historia y narrar los hechos para abrir los ojos de la fe, para suscitar la visión de la fe. No basta tampoco con profesar un credo (cf. v. 19 y Hch 2,22-24; 10,38). Ni mucho menos es suficiente narrar la vida de Jesús como un mero cumplimiento de las profecías (cf. vv. 20-21 y Lc 9,22;13,32-33; 18,31-33). Se necesita algo más que todo esto para darle sentido al camino, para darle sentido a la vida.

En el camino, se les abrieron los ojos (v. 31)

La incredulidad de los discípulos de Emaús está en contraste directo con la fidelidad de las mujeres que han estado a los pies de la cruz, han ido al sepulcro y lo encontraron vacío y finalmente han llegado hasta los once para anunciarles la resurrección (cf. 23,49-24,12).

Los del camino de Emaús son discípulos que cuestionan la historia, que le buscan un sentido, pero son díscolos y les falta un elemento esencial dado por Jesús a lo largo de todo el Evangelio: la acogida. Sólo el Resucitado puede instruirlos en la hospitalidad, dándoles una verdadera catequesis antiguo y nuevo testamentaria, reconciliándolos entre ellos y con su historia, perdonando e iluminando sus vidas, a tal punto de entrar en sus corazones haciéndolos arder, para que entonces lo inviten a quedarse con ellos y puedan recordar que toda la vida de Jesús ha sido mostrarse acogedor con los demás (cf. 4,24-28; 6,36; 7,13.44-47; 9,1ss; 9,55; 13,29-30; 14,23;17,4).

También nosotros, como los dos discípulos aludidos, recorremos el camino de la vida cuestionando e interrogándonos por los hechos vividos. También nosotros estamos recorriendo el camino de la pandemia del Covid-19 con preguntas válidas y atingentes, queriendo darnos respuestas a la contingencia o aspectos de nuestra vida que vienen a hacerse presente en momentos de cuarentena. Y tal como ocurrió a los de Emaús, tal vez también nosotros podemos estar recorriendo este camino de pandemia desde la lógica del vacío, de la muerte, del sin sentido y, por tanto, ciegos a la presencia de “otros” en el camino.

Como los discípulos de Emaús, también nosotros podemos tener los ojos impedidos de reconocer no sólo a Jesús en nuestro caminar, sino también a quienes recorren el mismo sendero. Si no dejamos espacio a la hospitalidad, nuestro caminar de pandemia puede transitarse desde la lógica del contrasentido y, por tanto, incapaces de reconocer a quienes avanzan a nuestro lado.

Por ello, me permito extraer del texto una idea fundamental para todo cristiano: sabernos en camino. Una de las tareas más hermosas y fundamentales del discípulo es tomar conciencia de que recorremos un sendero. Estamos en camino de seguimiento de Jesús, es decir, en camino de discipulado. Estamos haciendo camino en el día a día; estamos en camino porque somos peregrinos y forasteros sobre esta tierra (Hb 11,13). Esta conciencia me parece fundamental a la hora de saber valorar el tiempo que nos toca vivir, pues, reconocernos en camino implica tomar conciencia de que la vida es dinámica, que se le recorre en el día a día, haciendo camino con otros.

Abriendo los ojos

A muchos nos ha costado sobrellevar una cuarentena estando “demasiado cerca” de nuestros hermanos o familiares. Hay quienes dicen que “recién ahora se están conociendo”. O lo que es aún más decidor, estos días de pasividad nos han permitido encontrarnos con nosotros mismos y tantos aspectos descuidados de nuestra vida y que muchas veces eran desconocidos para nosotros mismos. Todo ello es totalmente aceptable. Lo cuestionador es si nos reconocemos acogedores u hostiles ante estas realidades, en nuestras relaciones personales, o si sabemos o no cultivar la acogida expresada en relaciones de respeto y aceptación con los demás y conmigo mismo, aun prescindiendo de la cercanía o lejanía física.

Las medidas de seguridad para evitar los contagios invitan a aislarnos, a evitar todo contacto físico, lo que, llevado a un extremo, puede desencadenar una desconfianza tal que cualquier persona puede representar un potencial peligro para mi vida. Para una persona escrupulosa debe ser muy difícil enfrentarse a esta realidad. Entonces, ¿cómo cultivar un sano autocuidado siendo acogedores con quien lo necesite?

Por otra parte, dichas medidas de precaución apuntan a un sector de la sociedad que cuenta con ciertas seguridades: trabajar y estudiar a distancia suponen un status de vida del que no todos gozan en nuestro país. Para desenvolverse en el ámbito laboral o académico se requiere de una plataforma informática que no todos poseen o que entra en crisis dependiendo del número de usuarios, por ejemplo, en una familia numerosa, aunque goce de cierta estabilidad económica. Por el contrario, hay familias que no pueden optar por estas medidas, pues sus trabajos no pueden realizarse a distancia, sus escuelas no tienen internet, o simplemente porque un día no trabajado o sin asistir a la escuela se transforma en una jornada sin alimento.

Otra realidad muy difícil en tiempo de pandemia es la que viven los hermanos migrantes. Sin trabajo regularizado, sin casa, sin sistema de salud y muchas veces hasta sin alimento son las condiciones que vienen a agudizar su situación. Los tristes episodios de xenofobia que hemos podido observar, incluso entre vecinos, dada la oposición para que enfermos del Covid-19 lleguen a su comuna, o el rechazo al personal de la salud por representar un “peligro sanitario”, son sólo muestras de aquello que está en lo mas profundo de nuestra sociedad. También los encarcelados, cuya situación de hacinamiento, condiciones de salud deplorables y sin visitas que pueden ayudarles a sobrellevar la emergencia, complejizan al doble su situación; son parte de un entorno que viene a mostrarnos los más difícil de este tiempo.

En este camino de pandemia, los más afectados son los mismos: los más necesitados. Ellos representan a los in-visibilizados de siempre, desde antes del coronavirus. Por este motivo, este tiempo puede ser propicio para abrir nuestros ojos y ver a quien camina a nuestro lado. Nuestros ojos pueden estar “impedidos de verlos” por la preocupación de la salud, de la inestabilidad laboral o de la inseguridad económica.

Sin embargo, estamos llamados vivir este tiempo desde la lógica del que ha muerto y resucitado por nosotros en Jerusalén. Aquel lugar de encuentro profundo con Dios da sentido a nuestras vidas y nos permite interpretar la historia como historia sagrada, es decir, historia de diálogo y encuentro con quienes caminamos juntos: Dios y los hermanos. Por ello, el aislamiento social al que se nos invita no debe traducirse en un cerrar apático de nuestras vidas. No podemos transformarnos en asintomáticos sociales, quienes no respetan las medidas de prevención sanitarias, ni tampoco en asintomáticos vitales incapaces de conmovernos y sentir con el otro.

Para ello necesitamos que el Resucitado camine a nuestro lado, o lo que seguramente es más correcto, reconocer a Cristo que recorre junto a nosotros estos días de pandemia tan particulares. Reconocernos en camino apunta a sabernos viviendo de un modo dinámico, donde no somos ni siquiera capaces ni dignos de tener el control de todos los elementos o ámbitos de la vida, y por ello se hace necesario aspirar a una dimensión contemplativa de la vida, que nos permita trascender nuestras fronteras y movilizarnos con audacia para hacer uso de los medios de que disponemos e ir al encuentro de los demás.

En definitiva, un virus nos pone a la defensiva. El Resucitado nos invita a la acogida. El Papa Francisco, en una conmovedora celebración de la bendición “urbi et orbi” nos invitó a practicar esta empatía reconociéndonos en una misma barca, solidarios unos de otros, con lo cual esta epidemia se transforma en posibilidad para reconocer que sólo nos salvamos en la unidad y que este camino de la pandemia puede transformarse en camino de vida si es leído con los ojos de la fe, siendo útil para reconocernos más frágiles e interdependientes de lo que pensamos.


[1] Cf. Dillon, Richard., From Eyewitnesses to ministers of the world, tradition and composition in Luke 24, Biblical Institute Press, 1978.