“Pensar el Chile de hoy, desafíos para la política y la Iglesia”

Pensar en el Chile de hoy no solo requiere un buen diagnóstico, algo que a estas alturas está bastante claro; Chile hoy requiere ser pensado no de las problemáticas, sino de los posibles caminos que se pueden abrir y construir.

El presente de Chile, es consecuencia de 17 años de dictadura que consagraron un modelo neoliberal en la administración de su economía. Sin embargo, lo más doloroso es reconocer que el hoy es también consecuencia de una democracia adolescente que nunca creció y que se acomodó a un modelo que solo permitió el privilegio de algunos a espalda de tantos otros que desde su trabajo y esfuerzo no lograron experimentar la “Alegría prometida”.

Este es el drama de Chile, sueños que no se concretizaron y una población que se cansó de escuchar discursos y promesas que nunca cristalizaron. “No son treinta pesos, son treinta años”, se lograba leer en medio de las marchas a lo largo del país; claramente, la ciudadanía llegó a un límite y eso marcó un antes y después en Chile. Desde el “Oasis de Latinoamérica”, a esta altura expresión icónica de este tiempo pasamos a convertirnos en un país convulsionado que despertó de su aletargo y reclama cambios profundos y estructurales. Hoy Chile es distinto y este proceso iniciado debe encontrar la capacidad y la generosidad de todos para llevarlo a buen puerto.

En medio de esta crisis, hay dos cosas que han llamado la atención y requiere, por lo menos, una reflexión; entre los actores sociales que deben reformular su mirada y su participación en Chile, está la clase política y ciertamente la Iglesia.

  “Bienaventurado el político que trabaja por el bien común y no por su propio interés”. En los tiempos que corren, un político que no comprenda la contingencia de la vida diaria, que no tenga sensibilidad por el sentir de la gente, y que en el ejercicio del poder favorezca solo a algunos, sobre todo a los más poderosos, no puede ser considerado un buen político. La gran dificultad de la clase política, en Chile, es que no dio el ancho ya sea porque no logró prever los signos de fatiga social que se venían dando, o bien no le importó eso. Un político que no tenga un concepto claro del aspecto valórico y formativo de la educación y se haya formado una idea solo instrumental de la función que cumple en la sociedad, no puede ser un buen gobernante, aunque ofrezca un ambicioso programa para el desarrollo del país[1]. La política se ha llenado de tecnócratas, profesionales en diversas áreas, que ven el país como una unidad a producir y aquí radica el problema de Chile, y ciertamente de tantos otros países de nuestra América. El político está para servir y trabajar en el bien común, su desafío y gran tarea será conciliar el progreso y desarrollo económico con una vida digna para las personas. Nuestros gobernantes cuando hablan de la calidad de la educación y de la excelencia académica, no se refieren a los niños ni a los jóvenes que asisten a los colegios y a las universidades, solo están pensando en su futura inserción en el mercado laboral para “servir al país”. Nuestra clase política carece de respuestas para satisfacer las crecientes inquietudes humanas de nuestros niños y jóvenes, a quienes en el ámbito valórico y formativo, la educación media y superior abandonan a su suerte, justamente lo que ellos consideran esencial para su existencia como seres humanos, con necesidades básicas, psicológicas y espirituales[2]. La política sin alma o sin corazón, transforma a la persona en una unidad productiva y no le interesa su contingencia y sus búsquedas. La clase política chilena, debe replantear su horizonte de principios y valores. En medio de esta gran crisis, donde la sociedad los señala como los culpables, ellos tienen una tremenda oportunidad de enmendar el rumbo y vivir la política desde el servicio concreto en la búsqueda del bien común.

“Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”; la Iglesia chilena sumida, tal vez, en la crisis más grande de los últimos tiempos donde el abuso de poder y el abuso sexual han escandalizado a la sociedad y al corazón mismo de la Iglesia, tiene un papel importante en el desarrollo del conflicto social que vive la sociedad chilena. Sin embargo, la realidad concreta nos habla de una Iglesia silente, paralizada e incluso, para muchos, indiferente; solo en el devenir del conflicto social se han alzado voces sobre la problemática que se vive hoy. La séptima bienaventuranza, desafía a la Iglesia a un compromiso mayor no solo en la denuncia de los signos y estructuras de muerte presentes en  nuestra sociedad, sino que además como ayudar a discernir nuevos caminos para salir de esta crisis.

El Concilio Vaticano II, sigue siendo iluminador y motivador en la vida eclesial y desde ahí los desafíos son enormes. « Para edificar la paz se requiere ante todo que se desarraiguen las causas de discordia entre los hombres, que son las que alimentan las guerras. Entre esas causas deben desaparecer principalmente las injusticias. No pocas de éstas provienen de las excesivas desigualdades económicas y de la lentitud en la aplicación de las soluciones necesarias. Otras nacen del deseo de dominio y del desprecio por las personas, y, si ahondamos en los motivos más profundos, brotan de la envidia, de la desconfianza, de la soberbia y demás pasiones egoístas. Como el hombre no puede soportar tantas deficiencias en el orden, éstas hacen que, aun sin haber guerras, el mundo esté plagado sin cesar de luchas y violencias entre los hombres”(GS 83).

El concepto de paz revela la dimensión de la prosperidad generalizada en la comunidad, la felicidad y la plenitud de la vida humana y natural, que viene a ser la culminación de las esperanzas escatológicas, y una consecuencia de la obra salvadora de Dios a través del Mesías. El cristiano verdadero es hijo de Dios en la medida que prolonga en el mundo la misión pacificadora de su Unigénito, el buen Jesús, constituido él mismo “nuestra paz” (Ef 2, 14); en este aspecto, el mismo Concilio nos recuerda: “La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz” (GS 78)

Trabajar por la paz, desde las Bienaventuranzas, supone en primer lugar haber conseguido la paz en el interior; solo cuando he conseguido la paz en mí seré capaz de lograr la paz a mi alrededor. La paz cristiana, no es una convicción pacífica, sino una acción: “lograr la paz”. Hoy, en un mundo de permanente conflicto, esto requiere una actitud creativa para franquear los cauces abiertos entre los hombres y crear nuevos puentes de comunicación. La crisis de Chile, es una tremenda oportunidad para nuestra Iglesia, no solo para salir de su propio letargo y desvinculación de la realidad, sino que esencialmente para llevar la mirada de Jesús al presente de un país que busca y añora un futuro más digno y en justicia.

El pueblo de Chile hoy es un desafío para todos, la clase política deberá buscar nuevos horizontes fundacionales y en sintonía con el ciudadano común; sin embargo, la Iglesia tiene enfrente una oportunidad para encontrarse con el Señor de su historia que le anima a levantarse de sus miserias y volver a creer en los valores proclamados por Jesús, y que hoy están en el sentir de pueblo sencillo, muchas veces abandonado y olvidado tanto por el poder civil y ciertamente por el poder eclesial.

Chile necesita renovarse en justicia y equidad, y la Iglesia con la fuerza del Espíritu Santo puede dar signos concretos de acompañar al pueblo sencillo como el Buen Pastor lo haría: acogiendo, consolando, levantando y calmando.

Fr. Claudio Pumarino,ofm


[1] “Cartas Públicas Ideas y Reflexiones”, SOUBLETTE Gastón, Ed. El Mercurio 2019, p.162

[2] Ibid, p. 163